Los niños nacen con un sentido innato de confianza y con un sentido de asombro y un deseo de experimentar y probar. Como padres, debemos aprender a preservar y mejorar esa confianza dentro de ellos, incluso cuando el mundo parezca conspirar en contra.
Por ejemplo, hablemos de la nieve. La nieve es una alegría que merece la pena preservar, pues es una alegría que casi todos los niños pequeños tienen (muchos porque no han podido tener ni siquiera la suerte de verla) y que a menudo pierden temprano. Con el paso del tiempo ilusiones como la de nieve se van diluyendo, y no es extraño que encontremos ya niños y niñas de 3 o 4 años que ya tienen reparos en tocarla cuando tienen la ocasión.
Pero, ¿cómo podemos reconocer esa posible pérdida de la alegría? Pues en realidad es muy sencillo, pues los síntomas de esa pérdida de la alegría suelen venir en forma de frases que todos hemos escuchado o pronunciado alguna vez: “Yo no puedo hacer eso”, “Tengo miedo”…etc. Esta pérdida de la alegría es algo que nos va sucediendo a todas las personas en algún momento, pero, ¿qué papel tenemos los padres en esa pérdida de la alegría por parte de los más pequeños?
El papel de los padres en la preservación de la alegría
- Una falta general de ejemplo
En primer lugar deberíamos realizarnos las siguientes preguntas: “¿Cuándo la perdieron? ¿Dónde la han dejado? ¿Por qué?” Los padres a menudo fallamos de tres formas en nuestra responsabilidad de procurar preservar la alegría de los hijos. Primero en nuestras preocupaciones y exceso de ocupaciones varias, pero también nos fallamos a nosotros mismos a la hora de experimentar cosas nuevas y de manifestar la alegría que proceda de ellas, lo que sin duda deriva en una falta de ejemplo a la hora de celebrar la vida.
- Críticas en lugar de ánimos y motivación
En segundo lugar, solemos fallar en nuestra escasa involucración con las cosas más importantes de los peques, o en una falta de elogios y de motivación. Ese estímulo que necesitan puede ser verbal o, mejor aún, puede expresarse sin palabras, tan solo haciendo y probando cosas en familia, en compañía.
Cuando la confianza básica para intentar las cosas se reemplaza con el miedo al fracaso, la alegría extrovertida de un niño se reemplaza por la duda recurrente. Los niños, como las flores más frágiles, pueden ser aplastados muy fácilmente con los dedos de la crítica y los juicios comparativos.
Al criticar en lugar de alabar, podemos crear situaciones de miedo y vamos borrando el continuo deseo de intentar las cosas una y otra vez. Por ejemplo, un niño cree que realiza un experimento importante vertiendo leche en su sopa y los adultos nos exaltamos y pensamos que se ha acabado el mundo con nuestros gritos o nuestro estrés. Un niño se quita los zapatos para ver cómo se siente la hierba fresquita en la piel y le decimos que es una tontería y que se va a ensuciar. Un niño acaricia en la cabeza a un perro grande y simpático y nosotros decimos que debe tener cuidado pues podría morder.
- Malas comparaciones o exceso de precaución
A menudo comparamos a nuestros hijos entre sí o con otros niños, lo que puede hacerles sentir inferiores. Pongamos por caso que un niño intenta correr una carrera o mejorar en el piano y se ilumina con la alegría de intentarlo muchas veces hasta que los adultos decimos: “Ese chico de tu clase dicen que aprende muy rápido y que ya lo hace muy bien” o “Me pregunto cómo la hija de los vecinos es tan buena ya con el piano, si empezó contigo”. Si un niño/a de cuatro años quiere escalar barras, subir una pequeña escalera o tirarse a bomba en la piscina y decimos: “No, no, te caerás y te harás daño”…les estaremos diciendo que no deben hacer ni intentar las cosas por sí mismos.
¿Quién debe aprender de quién?
Los adultos tendemos a dar muchas cosas por hecho y una de ellas es la idea de que los más pequeños deben aprenderlo todo de nosotros. Pero, ¿y si no fuera así? Si lo pensamos bien, son los niños los que disfrutan de la espontaneidad, de probar cosas nuevas, de confiar…y nosotros los que deberíamos estar aprendiendo esas mismas cosas y no enseñando como deberían (a no) hacerlo. Deberíamos estar siguiendo y alentando su liderazgo y no predicando el nuestro, procedente de habilidades perdidas. Si actuáramos confiando más en todo lo que saben los niños pequeños, podríamos devolver esa alegría de la infancia a nuestras vidas adultas.
Para revertir este proceso, cuando oigamos a un niño decir cosas como: “Oh, no soy bueno en eso”, ” No puedo hacerlo sola”, “No quiero probarlo porque nunca lo he hecho antes”…Podemos contestarles con frases positivas como: “No seas tímido, no tengas miedo, vamos, inténtalo…”. Pero antes de regañar a un niño por no hacer o por hacer una cosa, pensemos bien en cómo ha podido influir nuestro propio papel en ello. No es que este tipo de miedos no sean naturales, porque lo son, pero muchas veces creamos el miedo sin darnos cuenta y luego criticamos que tengan esos mismos miedos, lo que puede empeorar aún más la situación.
Hay dos tipos de temores básicos en el mundo: el miedo a lastimarse y el miedo al fracaso, y ambos se dan en todas las facetas de la vida. Tememos el fracaso físico, el mental, el emocional y social…y a su vez tememos ser lastimados física, emocional y socialmente. Los niños, en cambio, no nacen con ninguno de esos dos miedos, sino que son el desarrollo y el aprendizaje los que van abriendo camino a estas sensaciones negativas y a esa pérdida de la alegría inocente e inicial. Esto nos indica que el papel de los padres en la crianza no siempre es el de enseñar, sino que a veces es también el de respetar y cuidar de las cosas buenas que ya se tienen, lo que podemos lograr teniendo presentes siempre estos puntos:
- Debemos animar a los niños a probar e intentar cosas nuevas o a no dejar de hacer las antiguas.
- Entender en todo momento la necesidad de aliento. Cuando podemos ver el fracaso como una forma de aprendizaje, liberamos la mente y el espíritu. ¡Qué lección!
- El aliento de los padres siempre debe prevalecer sobre el desaliento de terceras personas.
- El ánimo de los padres siempre puede contrarrestar las burlas o los juicios de compañeros o amigos. En casa siempre se debe sustituir lo negativo por lo positivo.
- Debemos comprender la delicadeza de la confianza de un niño y su deseo de intentarlo todo. Por supuesto, un respeto saludable por el peligro real es importante, pero no tiene que ver con el miedo excesivo al daño físico que muchos niños terminan desarrollando por un exceso de precaución.